Jamás supe, ni lo sé ahora, si se trataba de su apellido o de un mote que alguien tuvo a bien ponerle. En cualquier caso, reflejaba de manera idónea al personaje que regentaba y atendía aquel establecimiento de la madrileña calle de Blasco de Garay próximo a la esquina que forma con Fernández de los Ríos; Gordillo, en pleno corazón del barrio de Argüelles. Horondo, bonachón y ataviado siempre con su perenne guardapolvo azul (estampado la mayor parte de las veces con asimétricos lamparones de grasa) Gordillo nos ofrecía un mundo de ilusión en su viejo local.
Era punto de encuentro obligado al salir del colegio o de la mañana o la tarde del sábado. Un lugar donde poder comprar y cambiar cromos, comics y tebeos. Y de paso, si te quedaba algo de dinero en el bolsillo, hacerte con un chicle, alguna barra de regaliz o una bolsa de pipas.
En el sobrio mostrador de madera oscura y algo carcomida podía verse bajo la superficie de cristal, rayado por el uso y por el paso de los años, una buena cantidad de cajas, en cada una de las cuales rebosaban paquetes de cromos de cualquier colección que pudieras imaginar. A su lado, sobres nuevos en los que podíamos imaginar aquél o aquellos que nos faltaban para completar el álbum. Ya fueran de fútbol, motos, animales —aún recuerdo aquellas colecciones; Vida y Color, El Álbum de España, Animales y Minerales, etcétera —. Incluso cromos que no se vendían en sobres pues únicamente se podían conseguir al comprar pan de molde Bimbo o Coca-Cola. Hasta de ésos tenía Gordillo. El precio, por él estipulado, era de tres cromos por cada uno que te llevaras, o bien, a peseta la estampa elegida. O diez céntimos —de peseta— la unidad, dependiendo de la colección.
En aquel diminuto local con olor a madera húmeda y rancia compre mis primeros comics de Marvel para luego cambiarlos por otros y así continuar con la rueda del trueque. Allí acudía semana tras semana casi siempre con amigos, o solo, para buscar ese cromo que se resistía a salir en los sobres —toda una liturgia comprar los dos o tres que podías cada semana en el quiosco para luego abrirlos con la esperanza, casi nunca cumplida, de encontrar los tan ansiados números 9, 53 o 128 que faltaban para coronar tu hazaña —. Entonces, el recurso era acudir a Gordillo.
Con las colecciones pasaban también los años y poco a poco las visitas al local se fueron distanciando. La pubertad llegó a mi vida como suele hacer, sin previo aviso, y un nuevo componente natural con sinuosas formas femeninas entró en juego. Lógicamente, opté por dedicar más tiempo a otros menesteres que nada tenían que ver con lo ofrecido por el entrañable vendedor de casulla azul raída y con lamparones. Y así llegó el día en el que al pasar por delante observé sobresaltado que Gordillo ya no existía. ¿Cuánto tiempo haría de eso? En su lugar, un negocio de reformas había hecho suyo aquel templo de ocio en el que la mayoría de los chicos del barrio íbamos tarde sí, tarde también con la ilusión de conseguir lo imposible