Aquel 23 de diciembre prometía ser diferente. Acababa de romper con mi pareja varias semanas atrás. Fue un suceso un tanto traumático, al menos para mí. De hecho, el psicólogo me dijo que había tenido muy mala suerte con esa relación y que a partir de ahora las cosas iban a cambiar radicalmente en mi vida. Para bien, supuse. Al menos pagar su minuta debería ser razón suficiente. Aunque hasta el momento la única variación observada de manera sustancial era la del estado de mi cuenta corriente. Veinte sesiones, a cien euros cada una, mermó de forma considerable mis ya pírricos ahorros.

Desde lo ocurrido, era la primera vez que me animaba a salir para ir al cine. En medio de un extenso surtido navideño estrenaban, entre otras, una película sobre la Segunda Guerra Mundial. Aburrido de tanta cinta lacrimógena y “blandita”, pues por norma general ella elegía las que veíamos, opté por una de acción. Siempre me gustaron “las de tiros”, como decía mi padre, y ésta prometía. Había comprado mi entrada por Internet. Andaría muy justo de tiempo cuando llegase a los multicines donde la echaban y no me apetecía en absoluto hacer cola.

El pase comenzaba a las ocho y diez. Como consecuencia, el parking del Centro Comercial estaba casi lleno. Y más teniendo en cuenta las fechas en las que nos encontrábamos. Me obligaron a bajar al segundo sótano. En el primero no cabía ni un Smart. Tras aparcar subí por las escaleras mecánicas y en la planta baja observé en uno de los extremos del Centro Comercial a Sus Majestades, Los Magos de Oriente y, justo en la esquina contraria, a Papá Nöel. En su caso, me sorprendió sobremanera su corta estatura. Tanto el uno como los otros sentaban en sus rodillas a pequeños infantes que esperaban nerviosos a entregarles sus deseos, en forma de cartas llenas de ilusión.

Al caminar cerca de la fila que sufrían pacientemente padres e hijos escuché como una madre reñía a su vástago, emperrado éste en enviar la citada carta por e-mail mientras ella le hacía ver que esa no era la manera más correcta de hacerlo. Al muchacho no se le pasaba la llantina ni bien ni mal y, bolígrafo en ristre, llenaba más de lagrimones que de letras la mágica misiva. Se cansaba de escribir, decía.

Previamente a entrar en la sala, pasé por el bar del cine para comprarme unas palomitas y un refresco. Mejor dicho, un tanque de palomitas y un depósito de refresco. Resulta curioso; aprovechando las ofertas sale mucho más a cuenta cebarse a comer y beber. En cualquier caso, te pegan un palo a la cartera que tiembla el Misterio. Mi madre, que en paz descanse, habría dicho: “¡Hay que ver cómo está todo!”. El establecimiento lo atendía un hombre tosco, mal afeitado, algo desdentado y con un parche de sucia tela negra tapando el hueco del ausente ojo derecho. Un bonito ejemplar de papagayo deambulaba sobre su hombro izquierdo y al caminar podía escucharse el sonido seco de la pata de palo golpeando el suelo una y otra vez. Al menos esa era mi percepción del joven y simpático muchacho bastante aparente, por cierto, que me sirvió el pedido. Muy bien uniformadito él. Pero, ¿quién pasa a ver una película sin suministros?

La cosa perdería la mitad del encanto. ¿O no? Al fin y al cabo, somos animales de costumbres y ésta sólo es una más.  Pertrechado con toda la intendencia entré en la sala y quedé un tanto sorprendido al ver que la ocupación era más bien escasa donde, curiosamente predominaban las mujeres. “Lo que ha cambiado el cuento de un tiempo a esta parte”, pensé para mis adentros. ¡Si John Wayne levantara la cabeza!

Antes de que la oscuridad diera paso al inicio de la cinta, se sentó junto a mí una preciosa mujer. No la acompañaba maromo alguno ni amiga tampoco. Al dejarle pasar hasta su butaca me obsequió con una encantadora sonrisa. La cosa prometía; un auténtico bellezón viendo una peli de acción junto a mí y completamente sola. ¡Vivan los psicólogos!

De repente, se apagaron las pocas lámparas que aún permanecían encendidas y sonaron los primeros acordes de la banda sonora. Los títulos de crédito aparecían sobre un poblado erigido en medio de algún desierto del oriente medio, a juzgar por las casas de adobe y la poca vegetación presente. Pronto esa suposición tomó cuerpo al subtitular los diálogos entre dos lugareños que parecían hablar en árabe.

Pasaban los minutos donde lentos planos y contraplanos no hacían presagiar nada bueno. Más de un cuarto de hora y ni un solo disparo. Cuanto menos, raro para una película bélica. No sé si fue por mi cara de incredulidad, el caso es que mi vecina de asiento me preguntó:

  • ¿No te está gustando la película?
  • Sí, claro… pero… –no sabía muy bien qué contestar.
  • No es habitual encontrarse a gente que le guste el cine de autor afgano.

¡La madre que me parió! ¿Cine de autor afgano? ¡Había entrado a ver una película equivocada! ¿Pero cómo salir a esas alturas de la sala sin hacer el más completo de los ridículos? Todo apuntaba a que iba a tragarme un leño, pero merecía la pena la inversión en tedio y aburrimiento si eso me permitía, al menos, albergar la posibilidad de que surgiera algo con aquella mujer una vez finalizado ese calvario cinematográfico. Siempre y cuando no me quedara frito en el intento, claro.  

Tras casi dos horas y media de sopor subtitulado volvieron a encenderse las luces de la sala y una vez me hube desperezado con mucho disimulo, propuse ir a tomar un café. Ella aceptó al instante. El asunto tenía buena pinta.

  • Aquí mismo, sin salir a la calle hay un sitio bastante chulo –dijo.

Cualquier lugar me hubiera parecido bien, así pues, lo dejé a su elección. Una vez sentados y con las consumiciones servidas empezamos a hablar. Fui el primero en abrir fuego –después de que los afganos no sacaran ni un solo rifle en toda la película.

  • Me llamo Guillermo ¿y tú?
  • María.
  • ¿Y a qué te dedicas?
  • Soy cajera en el supermercado del Centro Comercial. Al menos de manera provisional, hasta que encuentre otra cosa. Estudié INEF, pero no me ha salido nada de lo mío por ahora. Por cierto, ¿te ha gustado la peli?
  • Ehh, sí, claro. El cine afgano es uno de mis favoritos. ¿Por qué lo preguntas?
  • No, porque creí haberte escuchado roncar en dos ocasiones. Incluso llegaste a recostar la cabeza en mi hombro mientras dormías.
  • ¡Ah, sí! Es que verás, he tenido un día muy complicado y no he podido evitarlo.

En ese momento hubiera deseado que me tragara la tierra, así pues, opté por cambiar radicalmente de tema.

  • ¿Has visto a esos cuatro? Mira, Papá Nöel despidiéndose ceremoniosamente de los Reyes Magos dándoles la mano una a uno. Por cierto, es muy bajito ¿verdad? Los monarcas no es que sean unas torres, pero es que el otro no levanta medio palmo del suelo. Además, ¿no es demasiado delgado para el papel que interpreta?
  • Es que no va disfrazado de Papá Nöel ni de Santa Claus.
  • ¿Cómo dices?
  • No, aprovechando el tirón mediático, el Centro Comercial ha decidido que este año se encargaría de los regalos de Nochebuena el “Pequeño San Nicolás”.

Claro. Ahora entendía tanto protocolo al despedirse de Sus Majestades. A su lado, Peñafiel parece un republicano fanático.

  • Bueno María ¿qué te parece si tomamos la penúltima en mi casa? Tengo el coche aparcado abajo y en menos de veinte minutos estaríamos allí.
  • Lo siento Guillermo, pero estoy esperando a mi marido. Es el encargado de la sección de charcutería.

¡Estupendo! Me había tragado un bodrio de categoría para ligar con este bombón y resulta que está casada. Las circunstancias recomendaban una estratégica y hábil retirada a tiempo. No quería imaginarme al charcutero viniendo hacia mí armado con un cuchillo jamonero. Con lo afilados que están.    

  • Perdona, no te supuse casada. Mejor me voy a casa. Se está haciendo tarde.
  • No te preocupes. Puedes quedarte más. No es nada celoso.

No la creí. Es más, una vez conocido su estado civil, parecía ese tipo de mujer que les encanta generar inquietud a su pareja para que ésta le preste más atención a costa de pobres incautos como yo.

  • No insistas, te lo ruego. Me marcho. Además, no quiero crearte ningún conflicto. –Y menos a mí, pensé.

Tras despedirme, fui hacia las escaleras mecánicas que conducirían hasta el segundo sótano, donde había estacionado mi coche. Una vez hube abonado la cuenta, claro. Lo cortés no quita lo valiente, aunque en esta ocasión, la valentía dejaba mucho que desear. Más bien era el instinto de supervivencia el que me empujó a tomar la decisión de abandonar a la mayor brevedad posible aquel lugar.

Dado lo avanzado de la hora no quedaba casi ningún vehículo en el aparcamiento. Es más, la planta en la que supuestamente había aparcado el mío se encontraba vacía por completo. Subí hasta el primer nivel del garaje por si estuviera equivocado y finalmente lo hubiera estacionado allí, pero nada. No había duda; ¡me habían robado el coche!

Por fortuna junto al Centro Comercial se encontraba una comisaría de Policía donde puse la oportuna denuncia. A la salida, un agente de manera muy amable detuvo un taxi para que me llevara hasta mi domicilio. El conductor, nada simpático, por cierto, me dijo:

  • Ha tenido suerte. Si no es por ese madero no paro. Ya me iba a casa.

Después de agradecer el detalle, le facilité mi dirección y tomamos rumbo hacia la M-30. Llamaba mucho la atención la cazadora roja con estampados florales en vivos colores, a lo Agatha Ruiz de la Prada, que llevaba puesta. No sólo por el extravagante diseño de la prenda sino también por la peste que desprendía. La fetidez era tremenda y no hacía honor a las flores de la tela.

Nada más incorporarnos a la vía de circunvalación, observé que a unos escasos cien metros había dispuesto un control policial. En ese mismo instante el taxista dio un frenazo deteniendo el coche en seco. Se bajó y subió a la parte trasera izquierda del vehículo, donde me encontraba inmerso en un profundo estupor.

  • Rápido, ponte esta cazadora y dame la tuya –me dijo mientras sacaba a relucir una navaja de tamaño considerable o eso me pareció a mí. Lejos quedaba la visión del cuchillo jamonero del marido de María.
  • Pero…
  • Ni pero ni gaitas. O lo haces o te rajo aquí mismo. ¡Deprisita!

Accedí a su petición y acto seguido, saltando por encima de mí, se bajó por la puerta trasera derecha para luego desaparecer entre los árboles de un parque lindante con la vía. A los pocos segundos apareció un agente ordenándome bajar del taxi. Había acudido corriendo junto con otro compañero tras presenciar la extraña maniobra.

  • Las manos sobre la cabeza. –Dijo, mientras empezaba a cachearme.
  • ¡Escuchen, por favor! El conductor se ha ido por allí. –Avisé moviendo la cabeza hacia el lugar por el que vi desaparecer al taxista al tiempo que el segundo agente me apuntaba con su arma reglamentaria.
  • Claro, claro. Hemos visto perfectamente cómo se bajaba usted del coche y se subía a la parte trasera. Además, la chupa que lleva no permite equívoco alguno. Enséñeme la documentación. Y despacio, por favor.
  • No puedo –me disculpé–, el chófer se llevó mi cazadora y con ella mi cartera.

Mientras esto sucedía, un tercer guardia empezó a registrar el vehículo y al abrir el maletero se encontró con un hombre maniatado.

  • Inspector, venga y mire esto.

Ese “esto” no era ni más ni menos que el dueño del taxi quien, tras liberarle, declaró que un tipo “de cazadora roja y con floripondios” –palabras textuales del interfecto– le había robado y encerrado ahí. Cuando me vio gritó:

  • Ése. Ése rufián ha sido.

A los pocos minutos me encontraba sentado en el calabozo de una comisaría. Para mi pesar, no era la misma en la que minutos antes había interpuesto la denuncia por el robo de mi coche. De lo contrario, podría demostrar mi inocencia sobre lo ocurrido. En su lugar, había sido acusado de robo y secuestro.

No estaba solo. Compartía estancia con dos prostitutas, un yonki, un carterista y un borracho. En cambio, por extraño que parezca tal y como están las cosas últimamente, no había banquero alguno, ni tonadilleras. Ni siquiera políticos.

Dos horas después, si bien me parecieron días, un funcionario se dirigió personalmente a mí y procedió a sacarme de la celda. Ya en su despacho el comisario me detalló que habían encontrado al verdadero culpable en las proximidades del control. En su huida había tropezado con una pareja que retozaba en el parque estampándose contra un árbol, quedando inconsciente en el acto. Los impetuosos amantes dieron aviso de lo acontecido a la policía.

  • Aquí tiene su cazadora y su cartera con toda la documentación. Disculpe las molestias que le hayamos podido ocasionar.

Aproveché para preguntar por mi coche. Respondió que lo habían localizado. Se encontraba en un depósito municipal a falta de su registro. Al parecer detuvieron a un hombre de corta estatura disfrazado de Papá Nöel mientras lo conducía a ciento ochenta kilómetros por hora en la M-40. ¡El pequeño San Nicolás me lo había robado! ¡Pedazo de capullo! En cualquier caso, hasta el día siguiente no podría pasar a recogerlo. De nuevo los policías se ofrecieron para pedirme un taxi que me llevara de regreso a casa. Llegué a pensar que algún turbio negocio basado en comisiones ilegales se traía entre manos ambos gremios. Teniendo en cuenta la traumática experiencia vivida horas antes, decliné amablemente su proposición.

Fui caminando hasta la boca de metro más próxima. Eran cerca de las seis de la mañana y en cinco minutos abrirían la estación.

Al entrar en mi apartamento me relajé y suspiré aliviado. Preparé una taza de café, pues estaba destemplado por todo lo acontecido. Horas más tarde, mi aparato digestivo pudo comprobar que la leche estaba caducada, lo cual me obligó a visitar Urgencias. Pero antes tuve el tiempo necesario para prometerme no volver a ver jamás cine de autor. Mucho menos afgano. Sobre los dos mil euros generosamente regalados a mi psicólogo, prefiero ni acordarme. De lo contrario volverían a detenerme, pero en este caso por homicidio voluntario.