Te extraño. Recuerdo cada momento vivido contigo como si fuera ayer.

Añoro ese tiempo en el que podía compartir una conversación, una mirada 

o, simplemente, un silencio.

Echo de menos tu voz, tu risa, tu presencia.

Cuando puedo, paseo por donde solíamos hacerlo. 

Visito los lugares en los que a menudo coincidimos.

Escucho esa música que tanto nos gustaba y veo películas que juntos disfrutamos.

Hundo mis pies en la arena de la misma playa donde no hace mucho jugaba contigo.

Un aroma, un color, un atardecer basta para que irrumpas sin permiso en mi memoria.

Aun así, hay momentos en los que me falta algo, en los que me siento solo.

Y, de repente, invento cosas.

Imagino que un árbol cobija tu presencia y a diario camino bajo sus extendidas ramas.

Entonces, me siento arropado como antes.

La serenidad invade mi espíritu y respiro profundo, relajado.

Ese árbol, como un centinela, me protege e impide que nada me dañe.

Apostado frente a la ventana vela por mí y por los míos.

Pero tú sigues en mi mente, en mi corazón, cosido a mi alma.

Pues no puedo tenerte junto a mí.

Cada noche, te reservo un instante en mis pensamientos. Un instante.

¿Qué es el tiempo sino un instante? Todo lo demás no existe. El resto es solo un trastero.

Un trastero donde guardar momentos vividos y hacer sitio para los que vendrán,

sin saber siquiera ni tener la certeza de que tal cosa ocurra.

Un tenebroso lugar que nos impide vivir el momento con la intensidad necesaria

para no tener que extrañar.

Un desván inútil, como todos los desvanes,

en el que almacenamos cosas que quizá nunca más utilicemos.

Un altillo oscuro, húmedo, inerte, repleto y a su vez vacío.

Y mientras cuido y regalo, inconsciente, mi presente a ese desván… te sigo añorando.

Y continúo pensando en el ayer y en el mañana sin prestar la atención debida al ahora.

Y no aprendo.