Refugiado en el viejo porche ansío cazar la intensa claridad del breve instante.

Ese que ilumina el campo como si de día fuera, desnudándose en plena noche.

Porche de piedra y cal que me resguarda y acoge, solícito, en su cubierto espacio.

Desde allí disfruto el aroma a tierra mojada recordando mi infancia ya lejana.

Cuento los segundos entre resplandor y ruido, entre luces y sombras.

La violenta lluvia acaricia las hojas para acabar calando el suelo con rigor desmesurado.

Otro destello con fulgor eléctrico y el consiguiente asombro.

De nuevo el corazón se acelera fruto del sobresalto esperado.

Y regresa sin ser invitada la mirada del niño aquél que un día fui.

Sorprendida a pesar de lo previsible, a pesar de la certeza del estruendo asociado al rayo. 

Árboles conocidos y fantasmagóricos a un tiempo acechan sin clemencia alguna.

Sombras, figuras y estruendos que bien podían llegar desde el averno.

Imprevistos, aprovechan ese instante de resplandor alevoso y traicionero.

Por momentos mi alma se siente vulnerable, asustada, inquieta. 

Las horas avanzan lentas, al tiempo que la tormenta se aleja.

Finalmente, solo queda la negrura empapada de humedad nocturna.

Silencios solo rotos por lejanos quejidos del cielo alternando relumbrones incesantes.

Vuelve la calma y el sosiego. Los árboles regresan junto a sus raíces.

La serenidad reaparece y el sueño me vence.