Cada día, a cualquier hora, desde la ventana de mi habitación les veía entrar o salir por un pequeño agujero practicado en la alambrada que cercaba las inmediaciones a la vía del ferrocarril.

Apenas cabían por él. Debían contorsionarse para poder traspasarlo sin enganchar sus ropas en los retorcidos alambres. Al principio no sabía hacia dónde conducía el sendero. Un camino que transcurría en paralelo al férreo trazado, aunque a diferente altura. Sólo alcanzaba a ver cómo se alejaban por él hasta desaparecer en el horizonte. También desconocía qué hacían cuando por ese mismo agujero se adentraban en la ciudad. Seguramente sería un atajo para acceder, bien a la estación ferroviaria, bien a la parada de autobuses, la cual se encontraba a pocos metros de la anterior, para con posterioridad dirigirse hasta la capital. En cualquier caso, por la ciudad no se les veía si no era de paso. Excepto alguno que otro, dispuestos de manera estratégica en las entradas de los centros comerciales del lugar.

Por su aspecto, me atrevería a asegurar que se trataba de subsaharianos. Hombres y mujeres, si bien predominaban los primeros.

Día tras día,  el río humano no paraba de fluir por ese agujero, nexo y separador a un tiempo de dos realidades tan dispares. Esas sombras por la noche se alejaban en la penumbra y al amanecer emergían desde su interior para regresar de nuevo a la ciudad.

Recibiendo el premio en la categoría de Relatos Breves concedido por CEPAIM de manos del escritor y Presidente del Jurado, Manuel Espín Martín

Días más tarde, gracias a un vecino, conocí la verdadera razón sobre la intencionada rotura de la verja. Según me comentó, ese camino conducía hasta una antigua casa construida en piedra y situada próxima a la vía. Es probable que fuera utilizada en tiempos por los trabajadores encargados del mantenimiento de la línea férrea. Peones y demás.

Entonces, ¿por qué un agujero y no una puerta de acceso al sendero?  Quizá eso sería legalizar lo ilegal. La policía local pasaba por delante día tras día y, al igual que yo, podía observar en multitud de ocasiones cómo salían y entraban personas por ese orificio practicado en la alambrada sin hacer nada para impedirlo. Muy probablemente siguiendo órdenes al respecto. O tal vez por la vergüenza ocasionada al apartarlos, hacinándolos en una casa abandonada a las afueras. Lejos de la vista de los ciudadanos,  al fin y al cabo votantes.

Nunca escuché un reproche por el uso de ese acceso a vecino alguno. Ni comentarios de desaprobación. No dieron motivo para ello, pues jamás han generado ningún tipo de problema. Si bien, éste pueda residir en las condiciones de esa casa. ¿Y si no fueran las más idóneas para ser habitada? ¿Tendría agua corriente? ¿Electricidad? ¿Calefacción? ¿Acaso eso le interesaba a alguien?

Casualmente, la habitación de nuestro hijo Guillermo, quien acababa de cumplir ocho años, es contigua a la nuestra y por esa razón goza de las mismas vistas.

Observador como cualquier niño de su edad, intentando asimilar todo lo que le rodeaba, le encontraba a menudo mirando por la ventana fijando sus verdes ojos sobre la valla mientras los residentes del caserón abandonado la cruzaban para dirigirse hacia su hogar.

Pasaron varios días y por fin se decidió a preguntarme:

  • Papá, ¿quiénes son esos negritos que pasan todos los días a través de ese agujero? ¿y a dónde van?
  • Son inmigrantes. Van y vienen de una casa que hay un poco más lejos, donde deben vivir. ¿La ves allí al fondo? –en efecto, fijando bien la vista, se podía vislumbrar en la lejanía la vivienda en cuestión. Por si fuera poco, se camuflaba entre los frondosos árboles que la rodeaban y un puente cercano que la tapaba en parte.
  • ¿Inmigrantes? En el colegio nos han explicado que los inmigrantes son gente que vienen a vivir a España desde el extranjero para trabajar porque en sus países no tienen medios para poder vivir.
  • Eso es, contesté.
  • Pero, entonces, No entiendo una cosa ¿Margarita, mi médico, es inmigrante? Un día me dijo que es argentina. ¿Y los deportistas cuando vienen a jugar en nuestros equipos? ¿También son inmigrantes? ¿Y los artistas de fuera que trabajan aquí?
  • Claro, –le respondí mientras me quedaba sorprendido por su pregunta– ¿por qué lo dices?
  • A ellos nunca les llaman inmigrantes. Les llaman extranjeros. ¿Eso es porque los inmigrantes son pobres y los extranjeros no?

Esa pregunta me congeló la sangre. No le faltaba razón. Resulta curioso, pero nunca se habla de inmigrantes cuando nos referimos a profesionales nacidos fuera de aquí quienes, con una contrastada reputación, vienen a desarrollar su trabajo en nuestro país. Sólo usamos esa palabra con los más desfavorecidos. Al menos hablando de manera coloquial ¿Y eso por qué?

En el fondo empleamos el lenguaje con la perversidad que éste nos brinda y sin darnos cuenta, desde el sustantivo utilizado comienza la discriminación.

En cierto modo, nuestra forma de referirnos a quienes consciente o inconscientemente consideramos distintos no deja de ser otro agujero más por donde empujamos a pasar a todos aquellos que vienen aquí para ganarse la vida. O para, tan solo, tener la oportunidad de sobrevivir.  

Agujeros. La vida de los inmigrantes está repleta de agujeros. Para salir de sus países, para entrar en aquellos donde, con fortuna, serán acogidos. Para introducirse en las mafias organizadas, las cuales comercian con ellos, para luego escapar o intentar hacerlo de las mismas. Y cada vez que se encuentran con uno de esos agujeros, resulta ser más diminuto que el anterior y como consecuencia, más complicado de atravesar. Eso cuando lo consiguen, para con posterioridad entrar en el más cruel y despiadado de todos. El agujero de la indiferencia, que resulta ser al mismo tiempo el de la incomprensión.

Inmigrantes, extranjeros. Legales, ilegales. Negros, amarillos, morenos… ¿Es acaso tan complicado llamarles personas? ¿Considerarles como tales? ¿Alguna vez nos hemos planteado que quizá en un momento dado nuestros hijos podrían llegar a ser inmigrantes en otros países? ¿Nos gustaría que les trataran así?

Esa realidad podría no ser tan lejana como parece, según y como están las cosas. ¿Verdaderamente nos damos cuenta de ello?

Pero mientras esa reflexión toma cuerpo, seguimos diferenciando inmigrantes de extranjeros. Razas, colores, acentos. Ciudadanos de primera, de segunda, de tercera o simplemente eso, inmigrantes. Con ese tono despectivo empleado cuando nos referimos a ellos a la hora de expresar una queja porque, según parece, nos arrebatan el tan codiciado empleo, tan escaso en estos tiempos. Empleos que, por otro lado, nunca hubiéramos aceptado y mucho menos los salarios asociados a los mismos. O cuando cometen un delito ¿Acaso son los únicos en cometerlos?

Pero la realidad es otra muy distinta. En el fondo, muchos de ellos se pasan el día cuidando de nuestros mayores, sirviendo en los restaurantes, cobrando en las líneas de caja de las grandes superficies, llevando pizzas y hamburguesas a domicilio, como mensajeros jugándose la vida en el caótico tráfico de las ciudades y empleos de esa índole.

En cierta ocasión, Norris, un baloncestista de color del F.C. Barcelona, se expresó con una sinceridad devastadora en una entrevista concedida a un espacio deportivo. Al contrario de lo que mucha gente se pensaba, consideraba a España un país racista. Dijo: “Cuando parte del público quiere insultar a un jugador blanco en un partido, le llaman hijo de puta pero si quieren ofenderme a mí, me gritan negro. Si eso no es racismo, dime qué es”

Esta afirmación que sólo él se atrevió a decir podemos observarla a diario en cualquier lugar. ¿Acaso no se utilizan ciertas palabras con demasiada asiduidad como gitano, panchito o moro, por ejemplo, cuando se quiere menospreciar a alguien de esas etnias?

Pues junto a todas estas y muchas otras debemos incluir la palabra inmigrante. Ya que, por desgracia, también se utiliza de forma reiterada y en tono despectivo para referirnos de manera ofensiva hacia aquellas personas que, por su único delito de ser extranjeros, recalan en nuestro país con el único fin de huir de una muerte segura que les espera en su lugar de nacimiento. Ya sea por cuestiones políticas, sociales o económicas. Incluso, en algunos casos, paradójicamente, étnicas. 

Personas. No debemos olvidarlo.  Detrás de cada uno de ellos hay una persona. Con todo lo que eso conlleva. Sin calificativos, sin adjetivos. Ejemplar o maleante. Trabajador o vago. Víctima o verdugo. Como cualquiera de nosotros. Las cualidades humanas no entienden de razas ni procedencias. 

Tampoco debemos obviar la terrible dureza de tener que emigrar de tu país para poder alimentar la esperanza de encontrar una vida mejor. Jugándosela en la mayoría de los casos y sabiendo de antemano que el rechazo va a ser lo primero con lo que se van a encontrar. El penúltimo agujero.

Alberto Yagüe López